Para que la cuña apriete
Carlos Betancourt Cid
INEHRM
Hacia septiembre de 1911 el ánimo de Emiliano Zapata Salazar se encontraba por los suelos. Afligido en extremo, recorría a lomo de mula la sierra poblana, lejos de su terruño, tras lograr escaparse de una emboscada que le habían tendido en la hacienda de Chinameca. Ironías de la vida, ya que tiempo después la traición que cercenó su existencia se concretó, finalmente, en ese lugar. Pero casi ocho años antes del fatal suceso, la situación del general del ejército libertario del sur era muy distinta. Apenas había comenzado el azaroso tránsito de su ruta revolucionaria y complejas vicisitudes se percibían en el horizonte.
En el mes de marzo anterior se había incorporado al movimiento revolucionario arropado por el Plan de San Luis Potosí. En el artículo tercero de ese significativo manifiesto, se podía leer la promesa de reivindicación agraria y con ella se abría una ventana para que sus vecinos morelenses desafiaran los agravios del pasado. En calidad de representante de su localidad natal, Anenecuilco, tomó las armas y puso en riesgo su vida por un ideal. Para su mala fortuna, el desencanto no tardó en asomar en su camino.
Una vez obtenido el triunfo por los rebeldes maderistas, el optimismo rebosaba entre quienes apoyaron al líder coahuilense. El júbilo desbordante se coronó con su llegada a la ciudad de México, el 7 de junio, día en que hasta la tierra se movió. En la hoy desaparecida estación Colonia, al pie de la plataforma donde descendió el caudillo triunfante, se apersonó Zapata, quien no podía desperdiciar la oportunidad que se le asomaba para expresarse llanamente con el principal firmante del plan revolucionario que derrocó a Porfirio Díaz. Porque así cuentan que era Emiliano, directo y sin dobleces.
Pero fue hasta el día siguiente cuando intercambiaron pareceres. Citado en la casa que los Madero poseían en las calles de Berlín, presto para exponer el reclamo de su pueblo sin cortapisas, el líder suriano tomó la palabra: “Lo que a nosotros nos interesa es que, desde luego, sean devueltas las tierras a los pueblos, y que se cumplan las promesas que hizo la revolución”. Un tanto turbado, el hacendado norteño le solicitó paciencia. El movimiento apenas había triunfado y se requería tiempo para conquistar ese cometido. Además, debía efectuarse por los medios legales conducentes y para ello era indispensable que el pueblo en rebeldía dejara las armas y la pacificación se convirtiera en un hecho consumado. El general rebelde estaba de acuerdo, pero no podía conformarse con tanta facilidad.
Se encontraban presentes en esa reunión valiosos miembros de la cúpula revolucionaria. Emilio Vázquez Gómez, Venustiano Carranza y Benito Juárez Maza fueron, por tanto, testigos de la siguiente escena, citada quizá con exceso en muy diversas fuentes, pero que refleja un indicio relevante del ambiente que se respiraba durante ese primer encuentro, en el que dos visiones contrapuestas pretendían alcanzar la conciliación, en beneficio del patriotismo compartido, pero que poco después se radicalizaron, hasta conducirlos al frontal enfrentamiento en los campos de batalla. Lo cuenta así Gildardo Magaña quien, al desaparecer físicamente el oriundo de Anenecuilco en 1919, tomó la estafeta del movimiento campesino:
El líder suriano se puso de pie, y sin dejar la carabina (de la que no se había separado ni durante la comida), se acercó a Madero y señalándole la cadena de oro que llevaba en el chaleco, le dijo: —Mire, señor Madero; si yo, aprovechándome de que estoy armado, le quito su reloj y me lo guardo y andando el tiempo nos llegamos a encontrar los dos armados y con igual fuerza, ¿tendría usted derecho a exigirme su devolución? —¡Cómo no, general, y hasta tendría derecho de pedirle una indemnización por el tiempo que usted lo uso indebidamente! —le contestó el Jefe de la Revolución. —Pues eso justamente es lo que nos ha pasado en el Estado de Morelos —replicó Zapata—, en donde unos cuantos hacendados se han apoderado por la fuerza de las tierras de los pueblos. Mis soldados, los campesinos armados y los pueblos todos, me exigen diga a usted, con todo respeto, que desean se proceda desde luego a la restitución de las tierras. |
No podía ser más explícito. Y para evidenciar que su subordinación y la de sus seguidores era algo efectivo, invitó a don Francisco a visitar su territorio, donde sería capaz de cerciorarse en cuanto a las condiciones reales en que sobrevivía el pueblo morelense. La oferta fue aceptada y días después, acompañado de su esposa y de un numeroso séquito, el tren con el prestigioso grupo arribó a Cuernavaca. Una vez más, Zapata y sus hombres escoltaron al hombre que personificaba la esperanza de un mejor futuro. Pero las intrigas estaban en su punto de efervescencia.
En aras de hacerse presentes ante el líder de la victoriosa revuelta, y muy a su pesar, las autoridades locales y un grupo de hacendados organizaron una comida en su honor. Lógicamente, Zapata no podía compartir la mesa con esos individuos. Ellos encarnaban al enemigo y condescender podría ser tomado como una debilidad. Para no generar esa percepción, esperó pacientemente a que terminara el ágape.
Una vez finalizado el acto, las tropas a su mando marcharon frente a ambos líderes. Más de cuatro mil hombres desfilaron orgullosos. Se suponía que aquélla sería una de las últimas apariciones que tendrían como fuerza armada. La promesa de entregar sus rifles y dedicarse a las labores del campo, se contaba entre los compromisos sostenidos. Aparentaba que el entendimiento era posible. Sin embargo, la suspicacia mutua no se había desvanecido del todo.
Alarmados por la cercanía que se evidenciaba entre el líder popular y el caudillo triunfador, los potentados terratenientes no pudieron ocultar su nerviosismo. Reunidos en la ciudad de México, se dispusieron a establecer una nueva estrategia ante los acontecimientos. Fue entonces cuando se publicaron encabezados periodísticos que buscaban tensar la relación entre los revolucionarios. Con grandes letras, Zapata fue llamado “el Atila del sur”, mote despectivo que asemejaba al dirigente de los campesinos con el famoso huno, reconocido por su crueldad. La cuña contrarrevolucionaria abría su primer surco.
Las notas en los diarios lo acusaban de presionar al gobernador del estado para que sus hombres fueran rearmados, pues no se podía depositar la confianza de sus seguidores en un gobierno confabulado con los intereses que se pretendía erradicar. Periódicos oficialistas, como El Imparcial, colocaban en sus labios frases en el tenor siguiente: “No reconozco más gobierno que el de mis pistolas”. Por supuesto que el presidente provisional Francisco León de la Barra, quien obtuvo el puesto más alto de la administración nacional gracias a lo pactado en los Tratados de Ciudad Juárez, actuó en consecuencia.
Empero, la figura de Madero contaba todavía con ciertas simpatías entre los rebeldes de Morelos. Para acallar los nefastos epítetos con que se le calificó, Zapata decidió dirigirse a la capital, para demostrarle a Madero y a la opinión pública, que todo lo que se decía sobre él eran infundios, que tenía la frente erguida y lo podía ostentar ante quien fuera. Así, llegó a la metrópoli el día 24 de junio y visitó nuevamente a don Francisco, para reafirmar su palabra de promover el retiro definitivo de su gente en el derrotero de las armas. No obstante, sus enemigos estaban por demás inquietos y movían todos los hilos a su alcance para desprestigiar al noble revolucionario.
De vuelta en sus terrenos, Zapata supervisó el desarme de sus compañeros. Mientras tanto, Madero lidiaba con los problemas internos de su partido. El distanciamiento entre revolucionarios se presentaba por variados frentes. Las cuñas de la reacción se ponían en marcha.
Debido a informes que le proporcionaban los hacendados, el presidente interino consideró que el licenciamiento en Morelos se estaba ejecutando muy lentamente. Se hacía necesario acelerar el proceso, para lo cual ordenó a un prestigioso general federal, Victoriano Huerta, que movilizara tropas hacia el estado. La contrariedad entre los revolucionarios del sur fue mayúscula. Con airados reclamos se pedía el cumplimiento de lo acordado; sin embargo, la chispa del desencuentro se atizaba desde el nivel más elevado del poder.
Madero se encontró de repente en una situación sumamente comprometida. Quiso mediar para solucionar el conflicto, pero su palabra iba perdiendo fuerza. Para mostrar a Zapata que él estaba con ellos, se trasladó a Cuernavaca, donde arribó el día 13 de agosto. Conversaron telefónicamente y se prometió conquistar arreglos inmediatos. El caudillo del sur no negaba el derecho que asistía al poder ejecutivo federal para enviar tropas que buscaran pacificar el país, pero no podía tolerar que a sus hombres se les calificara como “bandidos”, título que el Ejecutivo utilizó para referirse a los alzados surianos, con quienes, por supuesto, no se rebajaría a negociar. Poco a poco, las distancias crecían sin remedio.
Para solventar el tremendo desaguisado que se vislumbraba, Madero, con suma valentía, se dirigió a Cuautla. Al mismo tiempo, Huerta ejecutó movimientos de tropas que presionaban en los alrededores. La tensión cortaba el aire.
Las negociaciones entre Zapata y Madero, a pesar del álgido momento en que se llevaron a cabo, lograron resultados favorables. Los rebeldes continuaban dispuestos a confiar en su líder quien, expedito, mandó comunicaciones a De la Barra y Huerta para evitar el escalamiento del problema. Pero parecía que los destinatarios de esas comunicaciones prestaban oídos sordos a los mensajes del líder de la revolución. Mas no ocurría así con los que recibían de otros remitentes; por ejemplo, desde el palacio de gobierno en Cuernavaca, se le informó al Ejecutivo que el hermano de Zapata, Eufemio, se preparaba para atacar la capital del estado, por lo que decidió reforzar los destacamentos militares con más elementos. A pesar del mentís que Madero hizo sobre estas noticias, De la Barra no dudó ni un momento en proseguir con sus planes. Evidentemente, la voz del autor del Plan de San Luis no representaba autoridad alguna frente a la percepción que el mandatario interino recibía sobre la realidad.
Así, ante los ojos de los revolucionarios surianos, que contemplaban la ocupación indiscriminada de sus territorios, el prestigio del convocante a la revolución se iba minando sin remedio. Con la acechanza sobre sus espaldas, Zapata le pidió a Madero que regresara a la capital del país para, desde ahí, intentar frenar el acometer de las fuerzas federales sobre los revolucionarios morelenses. Le demandaba sinceramente que sus esfuerzos no cejaran hasta obtener la paz en las tierras sureñas. Que él se mantendría a la defensiva, mientras se concretaba algún remedio a las graves condiciones que se proyectaban en el escenario futuro. Así, el 23 de agosto, Madero partió a la ciudad de México. Fue la última vez que sus miradas se entrecruzaron. Nunca más volvieron a reunirse.
No obstante, esta maniobra no fue redituable ni satisfactoria. Las tropas federales avanzaron, poniendo un cerco cada vez más estrecho sobre los rebeldes, que se vieron en la necesidad de huir, pues sus elementos no eran suficientes para medirse cara a cara contra sus enemigos.
Derrotado y arrepentido por depositar su confianza en Francisco I. Madero, el soldado del pueblo, Emiliano Zapata, tomó el camino hacia la sierra. Con seguridad, en su mente transitaban pensamientos encontrados que campeaban entre la sed venganza y la decepción. La oportunidad de transformar la difícil situación de sus coterráneos caía por los suelos. Lo que aparentó ser una victoria contundente, se tornaba en una derrota inconmensurable. El “presidente blanco” —como era llamado De la Barra— y Victoriano Huerta, se anotaban un laurel más en la estrategia emprendida para debilitar a los revolucionarios. No hay duda, para que apretara la cuña, debía ser del mismo palo. Y así sucedió.
Lunes 20 de junio de 2022 14:52:00
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