Emma Paula Ruiz Ham
INEHRM
Innumerables son las transformaciones que ha experimentado nuestro país y su sociedad desde que surgió a la vida independiente hasta el día de hoy, no sólo en los aspectos políticos y sociales, sino en las demás esferas del acontecer humano. Los itinerarios que se pueden emprender en el maravilloso estudio del pasado en busca de las respuestas acerca de la vida de quienes nos precedieron se antojan diversos, complejos y aleccionadores, como arquetípicas suelen ser las trayectorias de los hombres que dejaron huella en el instante en que las circunstancias más les exigió una colaboración genuina dentro del proceso de consolidación del Estado mexicano hace aproximadamente ciento cincuenta años.
Ignacio Comonfort es uno de los individuos cuya vida y obra se enmarcan en el periodo mencionado. Seguramente es otro personaje de la larga lista que los alumnos de nivel básico llegan a conocer o ubicar a través de sus libros de texto. Tal vez sea el mismo nombre que de modo fugaz ronda en sus cabezas por tratarse de una pregunta de examen o de algún cuestionario: “Comonfort fue presidente de México entre 1855 y 1857, el que antecedió a don Benito Juárez”.
Permítasenos hacer un paréntesis. Sería interesante precisar cuántos de esos estudiantes, después de un tiempo de emigrar de sus salones de clase, logran retener mentalmente cierto aspecto del susodicho; de igual modo, resultaría útil, determinar qué sabe la población en general sobre Comonfort.
Pero, ¿qué valor implica el aprendizaje de la historia entre los niños y los jóvenes? ¿Cómo se benefician los adultos de las referencias que poseen respecto a los hechos ocurridos hace siglos? De los conocimientos obtenidos de manera formal e informal, ¿qué recuerdan las personas; acaso datos aislados; las relaciones espacio-temporales en donde tuvieron lugar los acontecimientos; la participación de sus protagonistas? ¿A qué medios recurren para conseguir información en torno a su país en diferentes épocas?
¿Quién se atrevería a realizar y a darle seguimiento a una encuesta exhaustiva de conocimientos históricos? La labor de planeación, elaboración y aplicación de un ejercicio de tales dimensiones demandaría trabajo arduo y profesional, amén de la consideración de una serie de variables; no obstante, al concluirse sería muy fructífera. De tomarse en cuenta el dossier de resultados, enriquecería la toma de decisiones en la planeación de la enseñanza de la historia, se aprovecharía con el fin de analizar los usos y abusos de la memoria histórica, serviría para reestructurar los discursos museográficos, o bien, posibilitaría el aumento en cantidad y calidad, de los proyectos de divulgación del pasado.
Las anteriores observaciones constituyen elementos sueltos de múltiples análisis que, por supuesto, no se desarrollarán aquí; simplemente se traen a colación con el objeto de poner de relieve el sentido del tema que inspira el presente artículo, es decir, el bicentenario del nacimiento de Ignacio Comonfort, un “liberal moderado” —con claroscuros, cuyas explicaciones se pueden apreciar en los textos de corte sumario y monográfico escritos por varios estudiosos en la segunda mitad del siglo XIX, a lo largo del XX y aun por los investigadores actualmente activos— que enfrentó situaciones delicadas y hasta trágicas como las que padece el hombre en la guerra; que tuvo también bajo su responsabilidad el encargo de la presidencia, en un momento en que casi se desmoronaba la propia República.
Sin profundizar en el origen del término bicentenario, nos parece pertinente mencionar que, de acuerdo con el Diccionario de la Lengua Española, la palabra centenario alude al “día en que se cumplen una o más centenas de años del nacimiento o muerte de alguna persona ilustre, o de algún suceso famoso”.
Habrá quienes duden del carácter “ilustre” de Comonfort y, por tanto, de la validez de la efeméride que aquí nos reúne, principalmente al destacar que, al final de su vida política, fue víctima del moderantismo, rasgo que algunos de sus contemporáneos advirtieron en él incluso antes de que ocupara la silla presidencial, y que devino en el desconocimiento de la Constitución liberal de 1857.
Sin embargo, la inclusión de Ignacio Comonfort en el calendario cívico no se reduce a una decisión, pese a las secuelas de la misma. Al acercarse a él como figura pública, se percibe que fueron muchos otros los trazos por los que salió del anonimato y con los que conquistó el respeto que merece cualquier individuo que persigue el bien común y por el que logra trascender.
Grosso modo es factible encontrar en Comonfort un anhelo de justicia y el deseo de coadyuvar en los asuntos de Estado, al rastrear el desempeño que demostró cuando formó parte del Congreso de la Unión, ya como diputado o senador; al unirse a la lucha y combatir a las tropas estadounidenses; al fungir como administrador de la Aduana de Acapulco; al participar en la Revolución de Ayutla; al convertirse en jefe del Ejecutivo y, antes de su muerte, al regresar del exilio e integrarse al ejército republicano con la firme convicción de defender a su patria de las fuerzas francesas que invadieron México por segunda ocasión.
Comentemos algo más de quien fue bautizado con el nombre de José Ignacio Gregorio.
Fecha: 12 de marzo de 1812. Lugar: ciudad de Puebla. Estos son los datos que inauguran el ciclo vital de nuestro homenajeado. ¿Qué acontecimientos contextualizaron el nacimiento del pequeño Ignacio? ¿Qué rumbo había tenido la guerra de Independencia iniciada en septiembre de 1810 por el cura de Dolores Miguel Hidalgo y Costilla? ¿Cómo era Puebla y de qué manera se había visto afectada por la lucha independentista? ¿En qué lugar de importancia demográfica, económica, cultural y religiosa se encontraba la Angelópolis que fue cuna de Ignacio Comonfort?
Al llegar Comonfort a este mundo, había transcurrido año y medio del Grito de Dolores, y siete meses de permanecer en cada esquina de la alhóndiga de Granaditas las jaulas de hierro que contenían las cabezas de los insurgentes Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, como muestra de escarmiento para los sublevados y simpatizantes de la causa independentista.
Esa escena de horror conformaba la cotidianidad que se vivía en Guanajuato; mientras tanto en Puebla, como en otros lares novohispanos, las fuerzas realistas se vanagloriaban de contar con una ciudad que profesaba lealtad a la Corona española dada su “constitución social eminentemente peninsular y criolla”. Aunque tal condición no desanimaba al movimiento que había recaído en el liderazgo de José María Morelos y Pavón y que se extendió a tal grado que, efectivamente representó una amenaza que tenía en jaque a la “madre patria”.
Asimismo, el tejido social de los primeros años del siglo XIX mexicano no dejó de recrearse. Mariano Comonfort y María Guadalupe de los Ríos, padres del niño José Ignacio Gregorio, como otro matrimonio de la época y pese a la amenaza de que don Mariano sucumbiera en cualquier momento en manos de las filas enemigas por poseer el cargo de teniente coronel del regimiento realista de Puebla, no por ello dejó de continuar su destino como pareja. Sin asegurarlo, sino sólo referirlo en función de lo que se puede comprender de la psicología humana, emoción y felicidad debieron haber sido los sentimientos que rodearon la atmósfera en la morada de los Comonfort de los Ríos ante la llegada del chiquillo Ignacio. Era una esperanza de vida en tiempos de muerte.
Denominada en 1576 como “Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Puebla de los Ángeles”, esta zona alcanzó, entre los siglos XVI al XVIII, relevancia política, social, económica y religiosa, debido a su buen clima y por estar ubicada dentro de una ruta geográfica que unía al puerto de Veracruz con la capital del Virreinato, entre otros factores.
Las etapas de buenas y malas rachas siempre se hicieron patentes, así como los episodios absurdos o curiosos que incluso en periodos de crisis imprimen singularidad a la costumbre y a lo habitual del diario acontecer. Al respecto compartimos con el lector una nota que relata lo que enfrentaron los poblanos en 1812, tomada de la obra de Antonio Carrión, La historia de la ciudad de Puebla:
Cuando la peste se encontraba en su más completo desarrollo, cuando a todas horas del día las calles de la ciudad eran atravesadas por multitud de cortejos fúnebres, cuando el llanto y la desolación reinaban en todo su apogeo entre todas las familias, varias personas promovieron la reapertura del Teatro Principal o de San Francisco, y la celebración todos los domingos a tarde y noche, y los jueves en la noche, de comedias de costumbres. El teatro estaba clausurado en Puebla casi desde que comenzó la guerra de Independencia por falta de concurrentes, pues llegó a darse el caso de que en una noche de función sólo se vendieron seis u ocho boletos de todas localidades; se presentó al Ayuntamiento un escrito pidiéndole la reapertura del Teatro. |
Las autoridades hicieron caso omiso a tal petición, ya que verdaderamente eran numerosos los decesos, y en cambio, se concentraron en solicitar el apoyo de los habitantes en auxilio de los enfermos y de sus familias. La Iglesia poblana justificaba esta petición al argumentar que ella sola no podía cubrir ese socorro, porque sus bienes se habían visto muy afectados a raíz del conflicto provocado por los insurgentes.
La aglomeración de los soldados en los cuarteles, la sequía y el ingreso de personas provenientes de tierra caliente se mencionaron como posibles causas de la peste. La etiología específica no se definió, lo cierto es que de cara al desconsolador panorama, María Guadalupe de los Ríos y las demás mujeres que velaban por alguna criatura se vieron en la necesidad de brindar mayores cuidados infantiles para evitar que sus hijos perecieran por esta enfermedad infecto-contagiosa, o, según las creencias religiosas que permeaban la mentalidad de entonces, aquellas madres se esforzaron por ser mejores cristianas y, en principio o en última instancia, dejaron en manos de la voluntad de Dios la salud de los menores.
Ignacio Comonfort salió triunfante de la enfermedad y de la violencia. Aunque sufrió diversos malestares físicos como la viruela que, a decir de alguno de sus biógrafos le dejó “la cara picada”, finalmente sorteó las elevadas tasas de mortalidad infantil. Fue hermano de dos niñas: Cresencia y Juana. Además de las atenciones maternales, la posición social que alcanzaron sus padres le permitió crecer durante la primera década de su existencia, en el seno de un hogar económicamente estable.
La preocupación y el deseo de don Mariano, de que su hijo recibiera educación, colocaron a Ignacio en la posibilidad de estudiar en el Real Colegio del Espíritu Santo, de San Jerónimo y de San Ignacio, localizado en su tierra natal y anteriormente denominado Real Colegio Carolino, que surgió en 1790 de la fusión de los colegios de San Jerónimo y San Ignacio, a la vez de mayor antigüedad.
Comonfort ingresó a dicho establecimiento en 1826. México ya no era más una colonia española, sin embargo la “vieja tradición eclesiástica” todavía perfilaba a esta institución.
Al parecer, las finanzas de la familia Comonfort comenzaron a decaer en 1828, cuando murió el señor Mariano. El joven Ignacio, de alrededor de dieciséis abriles, tuvo que abandonar la escuela, después de haber cursado dos años. Sin ser un alumno modelo, recogió enseñanzas que posteriormente debió aplicar; empero, las que habría de adquirir al salir del Colegio le reclamarían otro tipo de esfuerzo y dedicación, ajenos a la dinámica escolar. Con el paso de los años, los sucesos personales que experimentó en su infancia, de los cuales se sabe poco, no sólo llenaron el baúl de los recuerdos, sino que moldearon una personalidad romántica, solitaria y ceremoniosa.
A partir de 1828, Ignacio Comonfort se involucró directamente en los asuntos que manejaba su padre, y se ocupó en actividades comerciales. De 1832 hasta su aniquilamiento, ocurrido el 13 de noviembre de 1863, comenzó una carrera político-militar, que nos conduce a los laberintos de otra historia.
Wednesday, August 21, 2019 14:22:02
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